Sebastián
Las palabras de mi hija mayor y su tono cargado de rabia y amargura, me llenaron de absoluto dolor. Mientras sus hermanas se quedaron viéndolas con un puchero a punto de llorar.
Le hice una seña a mi madre y ella enseguida captó cual era mi intención y se acercó a sus nietas.
—Lucía y Amelia, vengan que les voy a hacer los minicakes de piña, qué tanto les gusta —las invitó en tono alegre.
Aunque mis hijas dudaron, al final terminaron cediendo y se fueron con su abuela dejándonos a su hermana y a mí, solos.
Caminé hasta el sofá y me senté cerca de mi hija mayor, cuyo rostro estaba bañado en lágrimas.
—Pequeña, no tienes que decir esas cosas, tienes tus dos padres, tu mamá y yo, que siempre te vamos a amar y estaremos para ti las veces que lo necesites… —antes de que pudiera continuar con mis palabras, la voz de mi hija me interrumpió.
—¿Dónde está ella ? Porque yo no la veo aquí… es evidente que la fuiste a buscar y no se vino. ¿Qué te dijo? ¿Qué no quería vivir más con nosotros?
Sentí que el corazón se me detenía al escuchar las duras palabras de Valeria.
—No, mi amor, eso no es cierto —me apresuré a decir, arrodillándome en el suelo para abrazarla —. Mamá nos ama, solo necesita un poco más de tiempo para ella misma.
Pero Valeria se apartó bruscamente de mi, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
—¡Deja de mentir, papá! —gritó—. ¡Eres muy mal mentiroso! Yo la escuché… —comenzó a decir, pero se quedó en silencio y después agregó—, mejor déjalo así… no vale la pena. Aunque lo niegues, no tengo duda de que nos abandonó.
Cerré los ojos, sintiendo que el mundo se me venía encima. ¿Qué había escuchado mi hija? Pero no quería presionarla para que hablara, si no lo deseaba.
Lo único que sabía es que esto complicaba todo, ¿Por qué cómo podía protegerla ahora del dolor de la verdad? Suspiré profundo, buscando las palabras adecuadas para llegar a ella y calmar lo angustiada y molesta que estaba.
—Cariño, a veces los adultos decimos cosas que no queremos decir cuando estamos enojados o tristes —intento explicar, buscando las palabras adecuadas—. Tu mamá nos ama, solo está... confundida.
Pero Valeria negó con la cabeza, su voz temblando de rabia y dolor.
—¡Deja de defenderla! Si nos amara, estaría aquí. ¡La odio! ¡No quiero volver a verla nunca! ¡¡Ojalá y se muera!! —exclamó con una expresión llena de odio.
Y con eso, salió corriendo escaleras arriba, el sonido de la puerta de su habitación, cerrándose de golpe, resonó en toda la casa.
Me quedé allí en la sala con esa sensación mezcla de cansancio y dolor. Segundos después vi aparecer a mi madre, se acercó a mí y puso una mano en mi hombro. Cuando habló, su voz estaba cargada de tristeza.
—Hijo, ¿qué pasó realmente? —preguntó en voz baja.
Negué con la cabeza, incapaz de poner en palabras la traición de Patricia. No ahora, no tenía las fuerzas necesarias para abrir mi corazón y lidiar con las consecuencias.
—En un momento te cuento, mamá —murmuró—. Déjame hablar primero con Valeria.
Subí las escaleras con el corazón pesado, sabiendo que lo que dijera a continuación podría marcar para siempre el futuro de mi familia. La verdad dolía, pero ¿acaso las mentiras no causarían más daño a largo plazo?
Me detuve frente a la puerta cerrada, respiré profundo y la toqué. La voz de mi hija se escuchó al otro lado con firmeza.
—Por favor, papá, no insistas que no quiero hablar con nadie. Quiero estar sola.
Me quedé un momento frente a la puerta cerrada de la habitación de Valeria, debatiéndome entre respetar su deseo de soledad o insistir en hablar con ella. Finalmente, decidí darle su espacio por ahora. Ya encontraría el momento adecuado para abordar el tema.
Bajé las escaleras, sintiéndome derrotado. Mi madre me esperaba al pie de la escalera, su rostro, una mezcla de preocupación y comprensión.
—Hijo, lo siento mucho, pero necesito la verdad. Solo así podré ayudarte con las niñas. ¿Por qué Patricia no se vino? —preguntó en voz baja.
Suspiré profundamente, sintiendo el peso de la verdad sobre mis hombros.
—No va a venir, mamá. No quiere estar con nosotros. La encontré con otro hombre —confesé, finalmente, las palabras quemándome la garganta—. Y me ha estado engañando durante meses.
Vi cómo el rostro de mi madre se contraía de dolor y rabia.
—¡Esa desgraciada! No me gustaban muchas cosas de ella —expresó—. Pero jamás me esperé algo así ¿Cómo pudo hacerles esto a ti y a las niñas? Cuando lo has dado todo por ella, ¿Qué le hacía falta a esa ingrata?
—Shh, mamá, por favor —la silencié, mirando hacia las escaleras—. No quiero que las niñas escuchen.
Mi madre asintió, pero pude ver que la indignación aún brillaba en sus ojos.
—Lo siento, hijo. Es que me duele verte así, ver a mis nietas sufriendo... jamás pensé que ella pudiera ser capaz de causarles este dolor —expresó alzando su mano y acariciando mi rostro.
—Lo sé, mamá. A mí también me duele —admití, dejándome caer en el sofá—. Pero ahora tengo que pensar en las niñas. No quiero que esto sea traumático para ellas. No quiero verlas sufrir.
Mi madre se sentó a mi lado, tomando mi mano entre las suyas.
—Eres un buen hombre, Sebastián, un buen padre. Tus hijas tienen suerte de tenerte.
Sonreí, débilmente, agradecido por su apoyo.
—Gracias, mamá. No sé qué haría sin ti.
Nos quedamos en silencio un momento, cada uno perdido en sus pensamientos. Finalmente, mi madre habló de nuevo.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Suspiré, pasándome una mano por el cabello.
—No lo sé. Supongo que tendré que hablar con un abogado, ver cómo proceder con el divorcio y la custodia de las niñas. Y seguir la vida, mamá, no puedo acostarme a lamer las heridas, no tengo tiempo para eso. Tengo tres niñas a quien criar, cuidar y darle todo el amor necesario para que no sufran con la ausencia de su madre.
—¿Y qué les dirás a ellas?
Esa era la pregunta que más me atormentaba.
—No lo sé aún, trataré de aplazar ese momento lo más que pueda, lo que no voy a dejar esque el odio y el rencor las consuman —dije, más para convencerme a mí mismo que a ella—. Patricia… Patricia ya no está. Pero yo sí.
Al día siguiente, llevé a las niñas al colegio como siempre. Lucía se aferró a mi mano al cruzar la puerta del aula, mientras Emilia jugueteaba con los botones de mi camisa. Valeria caminó dos pasos delante, los hombros tensos, como si cargara una armadura invisible.
—Te quiero —le dije al soltar su mochila en el pasillo.
Ella ni siquiera giró la cabeza, no me respondió, siguió su camino sin emitir ninguna reacción en su rostro, y eso me dolió. Ver a mi hija así me apuñalaba mucho más que la traición de la mujer con la que una vez quise compartir mi vida.
Renata Fernández
Salí de casa más temprano que de costumbre, porque mi carro se había dañado, y tenía que irme en transporte público, no quería llegar tarde a clase. Para mi mala suerte, todo se me complicó, porque hubo un retraso en el transporte por una colisión y llegué pasado los diez minutos de la hora de entrada.
—Señorita Fernández, le recuerdo que la hora de llegada es a veinte minutos para las siete, y lo está haciendo media hora más tarde.
Me detuve frente al director, maldiciendo mi suerte, porque justo tuvo que aparecer cuando estaba llegando. Respiraba de manera agitada por la carrera que había hecho desde la parada del autobús a la escuela.
—Lo siento mucho, señor Rodríguez. Tuve un problema con mi carro y luego hubo un accidente que retrasó el transporte público. Le aseguro que no volverá a suceder —me disculpé, tratando de recuperar el aliento.
El director me miró con severidad por unos segundos, antes de suavizar su expresión.
—Está bien, entiendo que a veces surgen imprevistos. Pero que no se repita, ¿de acuerdo? Los niños la están esperando.
Asentía agradecida y me apresuré hacia mi salón de clases. Al entrar, veinticinco pares de ojos curiosos se posaron sobre mí
—Buenos días, niños. Disculpen la tardanza —saludé con una sonrisa, dejando mi bolso sobre el escritorio.
Mientras me preparaba para iniciar la lección, noté que una de mis alumnas, Valeria Marín, parecía particularmente distraída y apagada.
La niña normalmente era vivaz y participativa, pero hoy tenía la mirada perdida en la ventana.
Tenía que hablar con ella, aunque sea un momento. Me acerqué discretamente a su pupitre.
—¿Todo bien, Valeria? —pregunté en voz baja, para que solo ella me escuchara.
La niña se sobresaltó ligeramente y asintió sin mucha convicción.
—Sí, maestra. Todo bien.
Sin embargo, pude ver el brillo de lágrimas contenidas en sus ojos. Algo no andaba bien con Valeria, y me prometí averiguar qué era durante el transcurso del día.
La mañana avanzó con aparente normalidad, pero Valeria Marín no levantó la vista en toda la clase. Mientras explicaba ecuaciones, sus ojos permanecieron clavados en el cuaderno, donde garabateaba círculos negros que perforaban el papel. Al terminar la lección, la retuve con un gesto.
—Valeria, necesitamos hablar.
La niña se quedó sentada, los brazos cruzados. Su mirada era la de un animal acorralado.
—¿Qué quiere, señorita? —dijo con una voz tan cortante que casi retrocedo.
Me senté frente a ella, buscando sus ojos.
—Estás muy distraída y esos círculos… —señalé su cuaderno—. No son de matemáticas.
Ella cerró el cuaderno de golpe.
—¿Y a usted qué le importa?
El desafío en su tono era nuevo. La Valeria que conocía era respetuosa, aplicada, la primera en levantar la mano. Ahora respiraba odio como si fuera oxígeno.
—Me importa porque eres una de mis mejores alumnas —dije, midiendo cada palabra—. Y por qué esos dibujos… parecen gritos. Y tú no eres así, Valeria. ¿Qué te ocurre?
Guardé silencio por un momento, buscando las palabras adecuadas.
—Sabes que puedes hablar conmigo si algo te preocupa, ¿verdad?
Por un segundo, vi cómo su máscara se resquebrajaba. Tragó saliva, apretando los puños sobre la mesa.
—Mi mamá se fue —soltó de pronto, como si las palabras le quemaran—. Y mi papá miente. Dice que volverá, pero yo sé que no, porque ella nos abandonó porque no le importamos.
El dolor en su voz me heló la sangre. Porque yo más que nadie sabía que era ser abandonada por su madre. Quise abrazarla, pero ella se levantó bruscamente, haciendo chirriar la silla.
—No me mire así. No soy una pobrecita —escupió, y salió corriendo al patio.
Me quedé allí, con el eco de su verdad flotando en el aire. Sin embargo, esa noche, mientras corregía sus cuadernos, vi el suyo, entre los círculos negros, una frase escrita en letras muy pequeñas que estremeció todo mi cuerpo "Ojalá nunca hubieras nacido, mamá".
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