Sebastián.
Mi cuerpo se tensó, la rabia y el dolor bullendo en mi interior como lava ardiente. Quería gritar, romper cosas, exigir explicaciones. Pero me contuve. No por ella, sino por mis hijas.
El sonido de la música y las risas de abajo se mezclaban con el zumbido en mis oídos, como si el mundo entero se hubiera vuelto un eco vacío.
Patricia siguió mirándome, inmóvil, mientras el hombre a su lado se vistió a toda prisa y salió de la habitación sin decir una palabra. La puerta se cerró con un golpe seco, y entonces quedamos solos.
—¿Qué… qué es esto? —logré balbucear, aunque ya lo sabía.
Lo sabía desde el instante en que crucé la puerta.
Patricia se cubrió con las sábanas, no por pudor, sino como un gesto mecánico. Sus ojos, antes cálidos y familiares, ahora eran dos piedras frías.
—¿Qué haces aquí? Debiste decirme que venías —expresó, como si eso explicara todo.
—¿Para así seguir engañándome? —mi voz sonó ronca, como si alguien me hubiera apretado la garganta—. ¿Esperabas que nunca me enterara? ¿Que siguiera esperando como un idiota mientras tú…?
Se levantó de la cama con brusquedad, envuelta en la sábana, y caminó hacia la ventana. Su pelo despeinado, su labial corrido… todo en ella me resultaba ajeno.
—No es lo que piensas —mintió, pero ni siquiera se molestó en disimular la indiferencia en su tono.
—¡Claro que no! —exploté, sintiendo que el puño que llevaba apretado desde que subí las escaleras temblaba—. Solo estabas… ¿Consolando a un amigo? ¿Practicando para un papel?
Ella se giró, y por primera vez vi fuego en su mirada.
—¿Y qué quieres que te diga, Sebastián? ¿Que lo siento? ¿Que fue un error? ¡No lo es! —Su voz se quebró, aunque no creo que fuera de culpa, parecía más bien de rabia—. Llevo años muriéndome en silencio. ¿Sabes lo que es despertar cada día, sintiendo que tu vida es una cárcel?
Sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
—¿Una cárcel? —repetí, aturdido—. ¿Nuestra familia, nuestras hijas… son una cárcel?
—¡No! —gritó, llevándose las manos al pelo—. ¡No es eso! Pero… ¿Cuándo fue la última vez en que hicimos algo que no fuera rutina? ¿Cuándo vivimos algo que no fuera pagar cuentas? Todo en tu vida gira en torno a ellas, todos los planes lo haces para incluirlas. ¿Y yo qué? Antes de ser madre, soy mujer. Necesito vivir, sentirme viva, apasionada. No puedo seguir siendo solo mamá y esposa. Necesito más.
Sus palabras me golpearon como bofetadas. Cada una más dolorosa que la anterior. ¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo podía quejarse de la vida que habíamos construido juntos?
—¿Y crees que engañarme es la solución? —pregunté, sintiendo que la ira se mezclaba con una profunda decepción. —¿Abandonar a tus hijas te hace sentir más viva?
Patricia desvió la mirada, pero pude ver un destello de culpa en sus ojos. Sin embargo, su voz seguía firme cuando respondió.
—No lo entiendes, Sebastián. Nunca lo has entendido. Siempre has estado tan enfocado en ser el padre perfecto, el esposo perfecto, que te olvidaste de vivir. De disfrutar. Y me arrastraste contigo a esa vida monótona y aburrida.
Sentí que cada palabra era una puñalada en mi corazón. ¿Cómo podía reducir todo lo que habíamos vivido a monótono y aburrido? ¿Acaso los momentos de felicidad, las risas de nuestras hijas, nuestros planes juntos no significaron nada para ella?
—¡No! Esa no es la vida que quería para mí. La elegiste tú, sin preguntarme si yo quería lo mismo. Me casé a los veinte años, Sebastián. ¡Eras mi primer novio! ¿Crees que no me pregunté si había algo más allá de esto?
El dolor en su voz era real, pero yo no podía tragármelo. No esta vez.
—¿Y de qué hablas? —avancé hacia ella, la ira calentándome la nuca—. ¿Yo elegí todo? ¡Tú también tomaste decisiones, Patricia! ¿O ya olvidaste que fuiste quien insistió en tener a Valeria? ¡Dijiste que no querías esperar, que estabas lista para ser madre! ¿Y yo? Me partí el lomo trabajando para que no te faltara nada y seguí también ayudando en la casa. ¿Te acuerdas de eso?
Ella abrió los ojos como platos, pero no se calló.
—¡Eras tú el que quería una familia perfecta!
—¡Y tú querías quedarte en casa! —le solté—. ¿Cuántas veces te dije que estudiaras, que trabajaras si querías? ¡Te inscribí en cursos, te busqué opciones! Pero siempre tenías una excusa. “Prefiero estar con las niñas”, “No me siento útil fuera de casa” —la bufé—. ¡Esa fue tu elección, no la mía!
Patricia palideció, pero no bajó la mirada.
—¿Y qué iba a hacer? ¿Dejarlas solas contigo, que nunca estabas durante el día?
—¡Porque trabajaba doce horas al día para mantenernos! —grité, sintiendo que cada palabra me rasgaba—. Y con todo y eso hacía mi parte por ellas, ¿crees que me encantaba no pasar más tiempo a su lado? Pero ¡Lo hice por ti! Para que tuvieras la vida de reina que siempre quisiste.
Hubo un silencio pesado. Ella cruzó los brazos, pero su voz perdió fuerza.
—Eso no es lo que quería.
—¡Porque nunca me lo dijiste! Porque no hablaste conmigo y me hiciste saber tu descontento —casi la empujé con las palabras—. Siempre sonreías, decías que todo estaba bien. ¿Cómo iba a saber que mentías? ¿Qué querías que hiciera, Patricia, leerte la mente?
Sus labios temblaron, pero esta vez no respondió. Me acerqué más, sin poder contener el torrente.
—¿Y sabes qué es lo peor? Que sí te creí. Creí que eras feliz criando a las niñas, estando a mi lado, haciendo galletas, organizando sus cumples… ¡Y ahora me echas la culpa de que nada de eso querías!
Ella retrocedió hasta chocar contra la ventana.
—No… no es solo eso —murmuró, desviando la mirada—. Me cansé de ser la sombra de alguien más. De no saber quién soy.
—¿Y por qué no luchaste por cambiarlo? —pregunté, más confundido que enojado—. ¿Por qué no me gritaste esto, hace años? Incluso antes de venirte, porque yo te lo pregunté, si querías divorciarte de mí y me respondiste que no.
Patricia miró al suelo, y por un segundo vi a la chica de diecinueve años que conocí, tímida, insegura, esperando que alguien más decidiera por ella.
—Por miedo —susurró—. Tenía miedo de arruinar lo que teníamos.
Me pasé una mano por la cara, agotado. La habitación olía a alcohol y a culpa.
—Y al final lo arruinaste igual —dije, sin poder disimular el resentimiento—. Pero no solo tú. Yo también. Por no ver, por no insistir…
Ella se mordió el labio, y por primera vez vi lágrimas genuinas.
—Sebastián, yo…
—¿Cuánto tiempo? —la interrumpí.
Ella bajó la mirada, como si no quisiera responder.
—Te hice una pregunta ¿Cuánto llevas engañándome?
—Seis meses.
Medio año de mentiras, de traición. Mientras yo cuidaba de nuestras hijas, mientras me desvivía por nuestra familia, ella... caminé hacia la puerta, decidido a tomar distancia. Pero ella caminó hacia mí y me tomó de la mano.
—Sebastián…
—¡No! —corté, liberándome de su agarre e ignorando sus súplicas—. Ya no hay vuelta atrás. Esta fue tu decisión.
Me giré hacia la puerta, pero su voz me detuvo.
—¿Y las niñas?
Me detuve, sintiendo un nudo en el pecho.
—Les diré la verdad. Que su mamá ya no quiere ser mamá, porque desea ser libre.
—¡No es eso! —gritó, pero yo ya estaba saliendo.
Bajé las escaleras, sintiendo que cada paso me costaba un mundo. La fiesta se había detenido, todos me miraban con una mezcla de lástima y curiosidad morbosa. Los ignoré y salí de allí. No quedaba nada más que decir.
Tomé un taxi de regreso al aeropuerto. Cuando subí, miré el teléfono en mi mano. Valeria me había enviado un mensaje.
“Papá, ¿mamá volverá?”
Tragué saliva. Mis dedos temblaron sobre la pantalla. Cerré los ojos, sintiendo el peso de la verdad, aplastándome el pecho.
“No lo sé, mi amor. Pero yo sí.”
Marqué el número de mi madre.
“¿Sebastián?”, respondió al primer tono, con voz preocupada.
—Mamá, ya voy de regreso —dije, y colgué.
Durante el vuelo de regreso, lloré en silencio. Por el amor perdido, por la traición, por la inocencia robada a mis pequeñas.
En mi mente solo las veía a ellas: Valeria con sus preguntas sin respuesta, Lucía abrazando el osito que Patricia le regaló en su cumpleaños, Emilia balbuceando “mamá” cada vez que veía una foto.
Y supe que, aunque mi mundo se había partido en dos, tenía que mantenerlo en pie. Por ellas.
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