Dominic Ivankov
El rugido del motor del jet se desvaneció cuando aterrizamos en Moscú. Afuera, la madrugada aún se aferraba a la oscuridad, las luces de la pista parpadeaban como ojos observándonos en la neblina espesa.
No sentí nada.
Moscú no era mi hogar. No lo había sido en mucho tiempo. Mi hogar era el caos, el poder, la maldita guerra que siempre ardía bajo mi piel y Siberia.
Andru bajó primero, sus botas resonando contra la rampa metálica, luego lo hice yo. Permanecí abajo en la escalera del jet, observando al resto del personal que traíamos.
Las mujeres.
Incluyéndola a ella.
Trina estaba encadenada, al igual que las demás, con la cabeza alta, aunque su piel aún estaba marcada por las últimas horas. Orgullosa, como si fuera la maldit4 reina del lugar, sus ojos verdes brillaban com……
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