El fuego chisporroteaba en la chimenea de la taberna de Albagard, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra. Afuera, la noche helada envolvía al Reino en un silencio gélido, pero dentro de aquel refugio, las voces reían, las copas chocaban y la música de un laúd llenaba el aire con una melodía alegre.
En una mesa de madera tallada con cicatrices del tiempo, Ethan alzó su copa, riendo junto a sus compañeros. Soldados, cortesanos y mercaderes compartían historias de hazañas, apuestas y amores fugaces.
—¡Por los que aún seguimos de pie! —brindó un guardia real con las mejillas encendidas por la bebida.
Las jarras se encontraron en un sonoro brindis, pero Ethan apenas bebió, dejando que el hidromiel se deslizara en su copa sin mucha prisa.
—No te había visto tan animado en mucho tiempo —comentó un noble con una sonrisa astuta—. ¿Acaso la guerra ya está ganada y no nos hemos enterado?
Las carcajadas resonaron, pero el caballero solo sonrió, con esa calma enigmática que lo caracterizaba.
—No es la guerra lo que lo tiene distraído —murmuró uno de los soldados—. He visto esa mirada antes… ¡es la mirada de un hombre que ama en silencio!
La burla fue recibida con risas, palmadas en la espalda y nuevos brindis. El caballero se unió a la risa, pero en su pecho, la verdad quemaba como una herida que no sanaba.
No sabían. No podían saber.
Porque su amor no era uno que pudiera proclamarse en una taberna llena de ruido y canciones. Su amor tenía el aroma de los jardines del castillo, el eco de risas compartidas en la infancia, la suavidad de una voz que llamaba su nombre con dulzura.
Su amor tenía un nombre: Adelaide.
En ese mismo instante, el carruaje real avanzaba lentamente por el puente de piedra que conducía al Ducado de Valdronia, rodeado por un inquietante silencio. La luna, alta en el cielo, iluminaba las imponentes torres de la fortaleza, cuyos muros parecían susurrar secretos atrapados en el tiempo.
El Rey y la Reina de Albagard intercambiaron una mirada tensa. Aquella invitación no había sido una simple cortesía, sino una exigencia disfrazada de hospitalidad.
Cuando finalmente llegaron, las puertas se abrieron con un crujido y el Duque de Valdronia apareció en lo alto de las escaleras. Vestía un elegante jubón n***o con bordados en hilo de plata, y en su rostro se dibujaba una sonrisa calculada.
—Majestades, qué honor recibirlos a tan importante convocatoria.
Los reyes y la princesa descendieron del carruaje con la compostura digna de la corona, el aire olía a vino especiado y a cera derretida, señales inequívocas de un banquete en marcha, pero lo que no esperaban era lo que encontraron al cruzar las puertas del salón principal.
En lugar de una simple conversación privada, como se había dado a entender en la carta de invitación, un baile estaba en pleno desarrollo.
Música suave flotaba en el aire, interpretada por músicos que tocaban un ritmo extraño, casi hipnótico. Las llamas de los candelabros titilaban, proyectando sombras que parecían moverse por voluntad propia.
El rey frunció el ceño.
—No mencionaste que habría un baile, Duque.
El anfitrión hizo un gesto despreocupado con la mano, su sonrisa nunca desapareciendo.
—¿Y por qué no? Una visita de la realeza debe ser celebrada con la elegancia que merece. Además, quería presentarles a… algunos amigos.
Fue entonces cuando los Reyes observaron a los asistentes con más atención.
No eran los nobles habituales que frecuentaban la corte. Sus rostros eran desconocidos. Sus vestimentas, aunque refinadas, llevaban detalles ajenos a las tradiciones del reino: broches con símbolos extraños, telas demasiado oscuras para la ocasión, miradas inquisitivas que analizaban a los soberanos en cada movimiento.
La Reina sintió un escalofrío y, con voz apenas audible, murmuró a su esposo:
—¿Quiénes son estas personas?
El Duque pareció captar la pregunta y, con un brillo en los ojos, respondió antes de que el Rey pudiera hablar.
—Hombres y mujeres de tierras lejanas, Majestades, son potenciales aliados… en estos tiempos inciertos.
Evidentemente, este no era un baile de bienvenida, era una advertencia.
Los Reyes no estaban simplemente en una celebración, estaban rodeados de extraños, en un territorio que no les pertenecía, bajo la voluntad de un hombre que tenía demasiado que ganar y demasiado poder entre las sombras.
Finalizada la cena y con la noche ya avanzada, el baile inesperado dio inicio. El Duque Kaladin, caminó con paso firme hasta la princesa Adelaide y, sin titubear, tomó su mano, guiándola a la pista de baile, en sus labios se dibujaba una sonrisa cortés, pero sus ojos ocultaban una sombra de intenciones más oscuras. Para él, aquella festividad no era más que una jugada política cuidadosamente calculada.
Una vez en la pista, Kaladin se inclinó levemente hacia ella y, con una voz apenas audible para los demás, susurró en su oído:
—Esperaba verte con el vestido y las joyas que te regalé.
Adelaide intentó mantener la compostura, pero el peso firme de la mano del duque en su cintura la hizo estremecer. Su rostro palideció, y su pulso se aceleró. Con cada giro de la danza, él la acercaba más a su cuerpo, y con cada segundo que transcurría, su desesperación crecía.
Trató de apartar la mirada, pero Kaladin la observaba fijamente, su expresión oscilando entre el asombro y la posesión. De pronto, sus manos se encontraron en un contacto prolongado, y la princesa, conocedora del lenguaje político de los bailes, reaccionó con astucia. Realizó un giro inesperado, obligándolo a soltarla momentáneamente. El duque comprendió al instante el mensaje de evasiva y, con una mirada intensa, intentó sujetarla nuevamente por la cintura. Sin embargo, Adelaide, con inteligencia y elegancia, dio un paso atrás, rechazando su cortejo de manera sutil pero firme.
Desde su lugar, la Reina Adela observó con creciente inquietud cómo el duque recorría con la mirada cada detalle de su hija. Su corazón se llenó de temor, y en silencio rogó al cielo que Adelaide no terminara atrapada en los designios de su enemigo.
Los Reyes, incómodos ante la descarada conducta del duque, se mantuvieron de pie, sin participar del baile. Buscaban ejercer presión para que Kaladin revelara finalmente sus intenciones diplomáticas, pero él, con una sonrisa indescifrable, se negó a discutir términos esa noche.
—Esta velada es para disfrutar —declaró con desinterés.
Fue entonces cuando los reyes tomaron su decisión. Sin pronunciar palabra, dieron media vuelta y se marcharon, llevándose consigo a su hija y dejando al duque solo en la pista, con su juego interrumpido y su orgullo herido.
Días después a las afueras del Reino de Albagard un carruaje solemne anunciaba la llegada del Duque de Valdronia. Su capa de terciopelo oscuro ondeaba tras él, y su andar era seguro, arrogante. Se detuvo a unos pasos del trono real y, con una inclinación apenas perceptible, habló.
—Majestades —su voz resonó en la vasta estancia, impregnada de una cortesía forzada—, vengo a ofrecer una solución a los tiempos inciertos que nos aquejan.
—¿Solución? —espetó el Rey con desdén—. Os escucho, Duque. pero escatima los rodeos, sé bien que tus soluciones, encierran tu propio beneficio.
El Duque sonrió, imperturbable.
—Siempre tan sagaz, majestad. No hay necesidad de ocultarlo: deseo la mano de vuestra hija, la princesa Adelaide- Con nuestra unión, los conflictos entre nuestros dominios cesarán y aseguraré la estabilidad de Albagard. Un beneficio para todos, ¿no lo creéis?-
La Reina Adela sintió que su corazón se encogía en el pecho, sus ojos buscaron los del Rey, rogándole en silencio que no perdiera la compostura. Pero él ya se había puesto de pie, los nudillos blancos por la fuerza con la que aferraba los brazos del trono.
—¿Vienes a mi corte a exigir la mano de mi hija como si fuera una moneda de cambio?
— bramó. Su furia era apenas contenida, su voz retumbaba en los muros de piedra —.
¡Ella no es un premio para saciar tu ambición!
El Duque no se inmutó. Su sonrisa se ensanchó con una insolencia calculada.
—Oh, majestad, no es una exigencia, sino una oferta generosa, diría yo, sin esta unión, tu ejército no podrá hacer frente a una guerra con mi imponente ejercito. Tienes muy pocos aliados. Una negativa solo precipitará el derramamiento de sangre. Y estoy seguro de que ninguno de nosotros desea eso...
El silencio que siguió fue denso, sofocante. La Reina apretó los labios con fuerza, su mente inundada de imágenes sombrías. El Rey, con el rostro enrojecido de ira, respiraba con dificultad. Sabía que el duque tenía razón. Su ejército, por más valiente que fuera, no podría detener el embate de las fuerzas de Albagard sin el apoyo de otros reinos en ese momento, sintió el peso de su fracaso como monarca y como padre. No podía mostrar debilidad, pero en su interior, la desesperación se agitaba como un torbellino.
El Duque, al notar su vacilación, inclinó la cabeza con fingida compasión y lanzó el golpe final.
Desde este instante empieza a correr el tiempo—continuó, su tono goteando veneno—. diez días, Godwin, si acepas, tu hija será mi esposa y Albagard permanecerá en pie, pero si me rechazas... vendré por ella de todos modos, pero la diferencia será que la poseería sin piedad, vuestro reino yacerá en cenizas sin duda te matare y tu esposa y tus pequeños gemelos serán mis prisioneros, el destino de tu trono será todo mío.
El Rey sintió que su garganta se cerraba. Quiso gritar, desafiarlo, ordenar a sus guardias que lo echaran de inmediato, pero las palabras murieron en sus labios. El Duque ya se había girado, con la certeza de que había sembrado el miedo y la duda en su alma.
Se inclinó en una burla de reverencia y, sin prisa, giró sobre sus talones. Sus botas resonaron contra el mármol al abandonar la sala, dejando tras de sí una sombra de amenaza que se aferró a los corazones de los Reyes.
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