Días después de su regreso, el Duque Kaladin estaba irreconocible.
Los mapas de guerra sobre su escritorio permanecían intactos, las reuniones estratégicas con sus generales eran una neblina que apenas recordaba, la comida no tenía sabor, las noches se volvían eternas.
Cada vez que cerraba los ojos, veía a la princesa Adelaide.
Cada movimiento, cada sonrisa velada, cada giro de su danza.
Era un hechizo sin romperse.
Una noche, incapaz de soportarlo más, llamó a su empleada de confianza, madame Rufia, una mujer de mirada astuta que había servido a su familia desde que él era un niño.
La mujer lo observó con detenimiento antes de hablar con una sonrisa serena: -Mi señor, nunca os he visto así.-
Kaladin frunciendo el ceño, con frustración en la voz: - En mi visita al Reino de ALbagard, conocí a la primogénita de los Reyes y desde aquellos días no he podido sacarla de mi mente. Es un tormento.
Madame Rufia acercándose con sabiduría en sus ojos susurró -Es amor. -
El Duque bufó, pero su expresión se endureció cuando Madame Rufia prosiguió con calma:
-Os conozco desde niño. Nunca habéis sido un hombre que actúe sin propósito. Si la princesa os ha hecho dudar incluso de la guerra, entonces no es solo deseo. Es algo más profundo.-
Kaladin la miró, su orgullo resistiéndose a la verdad que ya ardía dentro de él apretando la mandíbula, su voz baja y tensa: -Si es amor… entonces es una debilidad.-
Madame Rufia negando con suavidad le dijo: -No. Es una oportunidad.-
El Duque frunció el ceño mientras ella se acercaba un paso más.
Madame Rufia: -Si invadís el reino, ganaréis tierras y poder, sí… pero si la hacéis vuestra esposa, ganaréis más que eso. Su linaje es puro, su pueblo la ama. No habrá guerra, no habrá sangre… y el ducado será reconocido como parte de una línea real.-
Silencio.
El Duque contempló la idea de casarse con ella, tenerla no como un trofeo de guerra, sino como su esposa.
No era lo que había planeado, pero ahora… era la única opción que su corazón aceptaba.
Kaladin con voz grave, como si cada palabra le costara admitirla: -Entonces la pediré en matrimonio.-
Y con esa decisión, el destino de Adelaide cambiaria para siempre sin que ella ni siquiera se lo imaginase.
Los días pasaron, pero el Duque Kaladin no halló descanso.
Cada noche, el insomnio lo atrapaba en un torbellino de pensamientos, podía cerrar los ojos y ver su rostro con absoluta claridad: la delicadeza de sus labios, la gracia de su andar, la forma en que su risa llenaba el aire como campanas doradas.
Había visto muchas mujeres en su vida, había tomado muchas también. Pero ninguna había dejado esta huella tan ardiente en su mente.
Cada intento de concentrarse en sus planes de guerra eran inútiles, los mapas de estrategia permanecían abiertos sobre la gran mesa de mármol, pero sus ojos solo veían la imagen de la princesa.
Y con cada día que pasaba, su deseo se volvía más… feroz.
Sentado en su estudio, con una copa de vino entre los dedos, Kaladin se permitió imaginar el momento: Él se presentaría en el gran salón real, con su porte impecable y su voz firme, pediría la mano de la princesa como un acto de unión, una alianza entre naciones…
Pero entonces la imagen cambió.
El Rey, con su ceño fruncido. La Reina, con su mirada helada. y lo peor… Adelaide, negándose con un destello desafiante en sus ojos.
-Nooo!!- grito, el pensamiento de su rechazo le provocó una sensación inesperada, su mano se crispó alrededor de la copa, y sin darse cuenta, la rompió entre sus dedos.
Adelaide no tendría derecho a rechazarlo.
Él la había elegido. Él la merecía.
Ella debía ser suya.
Horas después, cuando madame Rufia entró en la habitación, encontró al Duque con la mirada perdida en el fuego de la chimenea.
Sabía lo que estaba ocurriendo, su señor, tan calculador y frío, estaba consumido por algo que nunca había experimentado: el deseo de poseer no un trono, ni una corona… sino a una mujer.
Madame Rufia con su voz pausada, con la sabiduría de quien ha visto Reyes caer por amor exclamo: -Mi señor, vuestras emociones os dominan. Debéis pensar con la cabeza y no con el corazón.
Kaladin con una sonrisa amarga, sin apartar la mirada del fuego dijo: -¿Con la cabeza, dices? ¿Y qué me ha dado la razón sino noches de insomnio y rabia?-
Madame Rufia respondió: -Os aconsejo que no actuéis con prisa. Sed un pretendiente, no un invasor. Demostrad vuestro valor, vuestra nobleza. Si queréis a la princesa, debéis conquistarla de la manera correcta.-
El Duque se giró lentamente hacia ella, y Rufia contuvo el aliento. Había algo en su mirada… algo oscuro. Algo que no había visto antes y pronuncio en voz baja, con un tono helado y perturbadoramente sereno: -¿Y si ella no me quiere?-
Silencio.
Madame Rufia sintió un escalofrío en la nuca y midiendo sus palabras respondió: -Entonces, mi señor, debéis aceptar la posibilidad de perderla.-
El Duque la miró en silencio, luego soltó una carcajada baja y oscura, como si la idea le pareciera ridícula. -No, querida. No la perderé. Porque ella será mía, quiera o no.-
Desde esa noche, Kaladin Fletcher dejó de pensar en Adelaide como una mujer que podía conquistar… y empezó a verla como un premio que debía reclamar.
Ya no soñaba con su risa, sino con el momento en que la tendría bajo su control.
Ya no imaginaba un cortejo romántico, sino el instante en que sus manos la aferrarían, en que su voluntad se rendiría ante la suya.
El amor que sintió al principio se había convertido en una obsesión abrasadora.
Y con una decisión irrefutable en su mente, se prometió a sí mismo:
"Adelaide será mi esposa. No importa lo que tenga que hacer para lograrlo."
Los días pasaban, y el Duque de Valdronia no encontraba paz.
Había dejado de dormir. Había dejado de comer.
Los sirvientes lo veían vagar por los pasillos del castillo con la mirada perdida, con un tic en la mandíbula cada vez que alguien osaba dirigirle la palabra, nadie entendía qué lo consumía por dentro.
Pero él sí lo sabía.
Era ella.
Era la princesa.
Cada noche, la imaginaba con una claridad perturbadora, su cabello cayendo en cascadas de cobre sobre su espalda. Sus labios entreabiertos en una sonrisa inocente; su piel, que debía sentirse como la más fina seda bajo sus dedos.
Pensarla era como beber veneno y desear más.
Y lo peor de todo era que no la tenía.
Al principio, había pensado en conquistarla con palabras dulces, con gestos calculados, pero cuanto más la deseaba, más su mente torcía esa idea.
¿Por qué tenía que convencerla?
¿Por qué una criatura como ella debía tener voluntad propia?
Esa noche, Madame Rufia volvió a visitarlo. Lo encontró en su estudio, con el cabello revuelto y los ojos hundidos en sombras.
-Mi señor, os advertí que os tomarais unos días para pensar con frialdad.-
Kaladin le respondió sin apartar la vista del fuego, su voz grave y áspera: -Ya lo he pensado, mi fiel Rufia y he llegado a la conclusión de que los Reyes de Albagard no tendrán elección-
Silencio.
Madame Rufia se estremeció: -Si la obligáis, nunca os amará.- exclamo
Kaladin con una sonrisa torcida, casi burlona exclamó: -¿Y quién ha dicho que necesito su amor?- -Si no puedo tenerla por las buenas… pues la tendré por las malas.-
Sus ojos brillaban con un peligro latente. Adelaide debía pertenecerle, no importaba el precio.
El verano llegaba a su fin y, aunque el Reino de Albagard no había vuelto a recibir noticias sobre las ambiciones de conquista del Duque de Valdronia, el Rey Godwin seguía escudriñando estrategias para proteger su reino. Sin embargo, cada vez veía sus esfuerzos más lejanos y difíciles de concretar…
Entre risas y juegos, Adelaide corría por los prados verdes iluminados por la luz del Sol en una tarde veraniega, su velocidad acompañada por su risa son un desafío para Ethan quien incansablemente la persigue, su aliento entrecortado no por el esfuerzo, sino por el anhelo que le consume.
Ella se esconde tras los matorrales encendiendo la pasión en su amado quien, armado de decisión la encuentra, la aprisiona suavemente contra un gran roble y su cuerpo pegado al de ella.
Adelaide susurrando con una sonrisa traviesa: -¿Y si alguien nos ve?-
Ethan deslizando sus dedos por su cuello, acercando sus labios a su oído: -Que vean… que sepan que mi amor por ti es más fuerte que este gran roble.-
Sus labios se encuentran en un beso hambriento, sus manos exploran, sus cuerpos encajan como si el destino los hubiera esculpido para estar juntos.
Tras un largo viaje, la princesa y su caballero regresaron a su reino. Sin embargo, al llegar, fueron sorprendidos por un gran alboroto: una multitud desesperada acudía al rey en busca de ayuda.
Edme se acercó a sus amigos con urgencia y les informó sobre un ataque en un pequeño pueblo del Reino. Ethan, alarmado, preguntó si había víctimas fatales, pero Edme respondió que los atacantes habían dejado vivir a los habitantes con un claro propósito: llevar un mensaje al Rey. La advertencia era contundente: si no tomaba decisiones sabias, la próxima vez sería mucho peor.
Ethan como buen conocedor de las estrategias de presión en la guerra sintió un escozor recorrer por cuerpo. ¿Acaso este ataque era obra del Duque de Valdronia?
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